domingo, 28 de mayo de 2017

Cuando el Derecho de Sociedades no se distinguía de la regulación de las actividades económicas

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‘Merchant-capitalists, already accustomed to the joint-stock company as a method of organization, quite naturally founded governments in their colonies closely modeled upon joint-stock corporate structure



En esta entrada del Almacén de Derecho hemos explicado que la evolución tan peculiar del Derecho de sociedades norteamericano en relación con el europeo se explica, quizá, porque históricamente, el primero no separaba el derecho de sociedades de la regulación económica en general.

Un buen ejemplo de esta evolución es el  caso de la creación de bancos en el Estado de Nueva York entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. Cuentan Lamoreaux y Novak que el Bank of New York fue uno de los primeros creados tras la independencia y que el acceso a la actividad bancaria estaba, naturalmente, restringido. Sólo se permitía la creación de un banco por una ley del parlamento estatal y los políticos beneficiados con el primero y único banco autorizado, naturalmente, se oponían a que se permitiera la apertura de nuevos bancos. En 1799, aprovechando una laguna jurídica, se fundó el Manhattan Bank. Y así, monopolizado, permaneció el sector bancario hasta que una crisis financiera llevó a su liberalización. La "free banking law" de Nueva York de 1838 permitió el libre acceso a la forma corporativa para los bancos y dejó de utilizarse con ello ("insuring that bank charters would never again be awarded for political purposes") el Derecho de Sociedades para regular la actividad económica. En lugar de ello, se utilizó lo que hoy llamaríamos "regulación prudencial", esto es, se impuso la obligación a los bancos de garantizar, con deuda pública, toda la moneda emitida por el banco (recuérdese que, en esa época, la emisión de moneda no era un monopolio estatal). "El resultado fue una enorme expansión en el número de bancos y una caída en el número de quiebras bancarias".

En relación con las empresas manufactureras, los mismos autores nos cuentan una historia parecida: los legisladores estatales, a través de su competencia para permitir la incorporación de sociedades, regularon la actividad de las empresas manufactureras y sus relaciones con los financiadores de riesgo. Así, por ejemplo, limitando el endeudamiento de una corporación. O protegiendo a los acreedores laborales (haciendo responsables a los accionistas de los salarios no pagados) o limitando temporal y geográficamente la actividad de la empresa, como cuando se establecía una duración máxima a las sociedades o cuando se exigía que sus administradores fueran vecinos del Estado de incorporación.

Hasta el punto de que, considerándose el charter (el acto del parlamento estatal por el que se aprobaba la constitución de una sociedad anónima) una suerte de “contrato” o “concesión” entre el Estado y el conjunto de los accionistas, el Estado no podía, posteriormente, limitar en modo alguno la actividad de la empresa a la que se había concedido el charter. Pues bien, tempranamente, los jueces estatales afirmaron lo contrario: la concesión de una aprobación singular de constitución de una sociedad anónima no limitaba en absoluto el poder del Estado para regular la actividad económica en general y, por tanto, la de las sociedades anónimas constituidas en su territorio.

El caso en el que tal doctrina se afirmó, nos dicen Lamoreaux y Novak, no fue Darmouth College o Charles River Bridge, sino Thorpe v. Rutland y Burlington Railroad Company (1855).
Se trataba de un reglamento puesto en vigor en Vermont en 1849 por el que se exigía a los ferrocarriles que vallaran sus líneas y que vigilaran los cruces de ganado de estas líneas. La compañía de ferrocarriles pretendió que no le era de aplicación tal regulación porque la compañía había sido constituida por el Estado mediante un acto del parlamento, esto es, mediante una “ley” que no incluía limitación alguna al respecto y que no imponía, por supuestos, tales obligaciones a la compañía de ferrocarriles por lo que el Estado de Vermont no podía, a posteriori, modificar el charter de la compañía ya que eso significaría tanto como que el Estado de Vermont estaría incumpliendo el contrato con la compañía. Eljuez  Isaac Redfield, una autoridad en Derecho de sociedades y de Derecho de los ferrocarriles rechazó que la compañía ferroviaria tuviera derecho alguno en ese sentido y, citando a Marshall y Taney en el sentido de que los privilegios otorgados por el legislador a una compañía debían interpretarse restrictivamente y a favor del público en general, afirmó que  el acto del parlamento por el que se constituyó la corporación – la sociedad anónima – no limitó ni restringió en modo alguno el poder del Estado de Vermont para imponer, a través de normas de policía, cualesquiera cargas a los propietarios y a las sociedades anónimas para garantizar el bienestar, la salud y la prosperidad del Estado”.
En este sentido, resulta incomprensible que Novak y Lamoreaux se sorprendan que el tribunal Supremo norteamericano no haya
“tenido en cuenta las consecuencias, para la doctrina sobre los derechos fundamentales de las corporacionaes, la variedad de tipos de organizaciones que, cada vez con mayor frecuencia, adoptan la forma de una sociedad anónima y que plantearon problemas novedosos en los años 50 y 60 del pasado siglo. Como muestran Bloch y Lamoreaux, llegaron a los tribunales una serie de casos en los que los Estados trataron de utilizar su poderes de regulación sobre las corporaciones para suprimir organizaciones que luchaban por los derechos fundamentales. Hasta el punto de que el supremo había aplicado sistemáticamente sus precedentes del siglo XIX a corporaciones de cualquier tipo (no sólo a las sociedades anónimas dedicadas a actividades empresariales).
Así, por ejemplo, en 1939, el Tribunal estimó una demanda presentada por unos particulares contra una ordenanza de la ciudad de Jersey que limitaba el derecho de reunión, pero los mismos jueces habían desestimado una similar puesta por la ACLU (una corporación dedicada a la defensa de la libertades civiles) sobre el argumento de que los artículos de la Constitución que recogían derechos individuales en la Enmienda 14ª se aplicaban sólo a los individuos, a las personas naturales, no a las corporaciones, de manera que sólo los individuos estarían legitimados para demandar. Sin embargo, cuando se enfrentó a los Estados sureños que intentaban explotar esos precedentes para bloquear los esfuerzos de desegregación racial por parte de la NAACP (que es también una sociedad anónima o corporación)… el Tribunal cambió de opinión. Miró a través de la corporación, alcanzó a ver a sus miembros y dictó una serie de sentencias en las que reconoció legitimación activa a la NAACP para actuar en interés y por cuenta de sus miembros. Pero lo hizo, de nuevo,… sin explicar la diferencia entre estas organizaciones y las corporaciones dedicadas a actividades empresariales”.

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