viernes, 7 de febrero de 2014

Una teoría reputacional de las normas sociales. A propósito de un trabajo de Engert


Andreas Engert es, probablemente, el mejor mercantilista alemán de su generación. Sus trabajos abarcan áreas del Derecho de Sociedades, de la Teoría del Derecho y del análisis económico. Tiene lo que hay que tener para escribir “cosas de Derecho” que interesen a alguien más que a los jueces de primera instancia de Osnabrück. Hemos disfrutado de sus trabajos sobre el capital social; sobre la competencia entre ordenamientos en el ámbito del Derecho de Sociedades; sobre la regulación de los hedge funds y el voto vacío o sobre gobierno corporativo en general. A diferencia de sus colegas alemanes, muchos de sus trabajos (una pena que no lo estén todos) están disponibles en libre acceso en ssrn.com y el autor se implica en los debates internacionales escribiendo en alemán y en inglés. Tiene, por último, una ventaja insuperable para los juristas anglosajones y los economistas en general. Como buen jurista continental, ha estudiado Dogmática jurídica durante muchos años y engarza limpiamente las aportaciones de ésta y las de los nuevos instrumentos metodológicos de la Economía y la Sociología o la Ciencia Política. Sus trabajos son, así, más “cultos” (ceteris paribus) que los de los juristas “anglos” y los de los economistas de cualquier condición.
El último trabajo suyo que hemos leído se titula “Norms, Rationality, and Communication: A Reputation Theory of Social Norms” que, aunque escrito hace más de una década, refleja un interés profundo del autor por la cuestión de la formación de las normas, su extensión y su evolución, interés que sigue acompañando al autor porque acaba de publicar un artículo en el Archiv für die civilistische Praxis (que no hemos leído todavía) titulado “Regelungen als Netzgüter”.
Engert comienza proponiendo una definición de norma como un equilibrio que es de conocimiento público (común a los miembros del grupo en el que la norma pretende vigencia) que responde a las expectativas de ese grupo (esto les sonará a lo de las “expectativas normativas” de Luhmann). Aunque la definición parece muy abstracta, es convincente. Engert limita la validez de esta definición a las “normas sociales”, es decir, a las pautas de conducta que se observan en un grupo humano de forma aparentemente espontánea, por oposición a las normas que son mandatos de soberanos y cuyo cumplimiento se garantiza con el uso de la violencia contra el díscolo (aunque, en el extremo, el propio grupo ha de disponer de la amenaza de usar la violencia contra el transgresor. Incluso en los grupos humanos más primitivos, la violencia intragrupo se producía ocasionalmente como imprescindible para garantizar la supervivencia del propio grupo). La mayor parte de las normas del Derecho Privado entran en esta definición limitada.
Esta limitación es necesaria para poder hablar con sentido ya que resulta muy difícil decir algo interesante sobre la norma que determina las facultades de un Secretario de Estado, el artículo del Código Penal que define el insider trading como tipo delictivo y la regla “no contratarás con el que hubiera engañado a cualquiera de los miembros del grupo” – boicot al tramposo – que refleja la función de la reputación como mecanismo para asegurar el cumplimiento de los contratos entre particulares.
Esta regla, fue descrita sobre la base de un caso histórico por Avner Greif en su famoso estudio sobre los comerciantes judíos medievales que ejercían su actividad en plazas distribuidas por todo el Mediterráneo y que actuaban los unos como agentes de los otros. La reputación – de cumplidor – garantizaba el cumplimiento de estos contratos de agencia. Si un comerciante engañaba a su principal en el cumplimiento de un encargo, la información sobre su incumplimiento circulaba entre todos los comerciantes de la “red” y el incumplidor resultaba excluido del grupo con lo que perdía las ganancias derivadas de los futuros negocios que pudieran encargarle, no ya el principal engañado, sino todos los miembros de la “red”. El trabajo de Greif dio lugar a una amplísima literatura y a un debate de gran interés.
Las normas sociales articulan la cooperación entre los individuos a través del intercambio de información. Los miembros de un grupo intercambian información sobre la conducta esperada de cualquiera de ellos, de modo que la pauta de conducta que puede convertirse en la norma
(i) Ha de ser una que constituya un equilibrio, es decir, que sea estable y no se modifique sin la intervención de un agente exógeno.
(ii) El contenido de la pauta de conducta (“no contratarás con quien haya engañado a uno de los nuestros”) ha de ser de conocimiento público, esto es – common knowledge – ha de ser conocido por todos los miembros del grupo.
(iii) La norma ha de responder a las expectativas normativas de las partes o, en términos más económicos, ha de ser compatible con las preferencias individuales de los miembros del grupo.
El primero es un requisito esencial. Si la regla de conducta no es estable, no es una regla puesto que no permite predecir el comportamiento futuro de los miembros del grupo. Si varias reglas de conducta pueden ser adoptadas, ninguna podrá considerarse como la norma, esto es, los miembros del grupo se comportarán impredeciblemente en cuanto que seguirán una u otra. No pueden “estar en vigor” simultáneamente varias reglas incoherentes entre sí.
El segundo no es estrictamente imprescindible si aplicamos el nombre de “norma” o pauta de conducta a las que son resultado de procesos mecánicos como los que tienen lugar en la evolución biológica. Quizá incluso para esos procesos pueda decirse que requieren comunicación de algún tipo entre moléculas, proteínas, genes, células etc. Pero a los efectos de las normas sociales no hace falta meterse en esas honduras. 
El tercero es un requisito para explicar por qué las normas evolucionan. Los miembros del grupo no cambiarán la norma que siguen salvo que estén mejor con la nueva norma. Por tanto, la nueva norma ha de ser compatible con las preferencias individuales. Si, en el juicio individual, cada miembro considera que él está mejor con la antigua norma, no adoptará la nueva. Una vez que una buena parte de los miembros del grupo considera la nueva pauta de conducta preferible, los efectos de red hacen el resto
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Los efectos de red, en el caso de los comerciantes medievales funcionaban como sigue: el agente cumplidor recibía como beneficio encargos de todos los miembros de la red. El incumplidor perdía los encargos, no solo de su principal, sino de todos los miembros de la red. Los incentivos para ser “cumplidor” se exacerban y no hay estrategias de incumplimiento que sean estables si existe comunicación respecto de los incumplimientos y todos esperan que todos cumplan con la norma de conducta (“boicotea al incumplidor”). Si un principal deseara contratar a un incumplidor, éste tendría incentivos para incumplir también con él (porque, una vez que ha sido objeto del boicot, no tiene ingresos futuros que perder), de manera que el que quiera contratarlo deberá invertir en mecanismos para asegurarse el cumplimiento por su parte, probablemente prometiéndole de manera creíble una corriente futura de ingresos derivados de futuras relaciones entre esas dos partes. Eso significa que la regla “no contrates con el que haya engañado a alguno de los miembros de la red” se cumple sin necesidad de mecanismos externos de coacción. Simplemente, para todos los miembros de la red, es más “barato” – menos costoso en términos de costes de transacción – contratar con los agentes que conservan inmaculada su reputación de cumplidores.
La evolución de las normas – el cambio de una pauta de conducta a otra – puede explicarse en términos de imposición (el nuevo grupo dominante, normalmente, el pueblo invasor) o en términos de evolución “natural” de la cooperación entre individuos. Para que una nueva regla de conducta sustituya a la previamente vigente tienen que darse circunstancias muy exigentes. Cuanto mayor sea el grupo y más dispersos sus miembros, más difícil será que la norma sea conocida por todos los miembros del grupo y que éstos puedan valorar si “les conviene” cambiar su comportamiento o agarrarse a la norma vigente. Cuanto más compatible con las preferencias individuales sea la nueva norma, más fácilmente será adoptada y, sobre todo, cuanto más importantes sean los efectos de red (el valor económico de la norma depende de cuántos la adopten) más rápidamente se extenderá su aplicación.
Las pautas de conducta con más posibilidades de convertirse en la norma social son aquellas que son compatibles con las preferencias de cada uno de los miembros del grupo. En la medida en que no se puede imponer, el “emprendedor” jurídico – el que trata de cambiar la norma – no puede proponer creíblemente una norma que beneficie claramente a unos miembros del grupo y perjudique a otros. En el ejemplo, alterar la norma para que ahora rezase “no contrates con un agente comercial que haya engañado a cualquiera de los miembros del grupo salvo que hubiera engañado a los comerciantes de Corinto, en cuyo caso, seguirás contratando con é” sería inaceptable para los de Corinto y, probablemente, para todos porque reduce el valor de la reputación (¿por qué un agente que ha engañado a uno de Corinto sigue siendo confiable como cocontratante?). Observa Engert que cuanto mayores sean los efectos de red, menos necesidad de que la norma responda a las preferencias individuales. Simplemente, los beneficios derivados de tener una sola regla son tan grandes que el contenido de la regla deviene irrelevante si conserva su carácter general. Por ejemplo, conducir por la derecha o por la izquierda. El valor económico y de coordinación de una regla que diga “conduce siempre por tu derecha” es, en su práctica totalidad un efecto de red: el máximo de valor se alcanza cuando todos circulan por su derecha. Pero el contenido de la regla es irrelevante. “Vale” lo mismo una regla que diga “conduce por tu izquierda”. Las preferencias individuales, por el contrario, son más relevantes cuanto mayor sea el valor intrínseco de la pauta de conducta que constituye el contenido de la regla. La regla que establece que, salvo pacto, la cosa y el precio deben entregarse simultáneamente es una regla muy eficiente y la única compatible con las preferencias individuales de los miembros de un grupo que sean, a veces, compradores y, a veces, vendedores o de un grupo, simplemente, donde deban convivir compradores y vendedores. Lo importante no son los efectos de red. Lo importante es la simultaneidad. La simultaneidad responde a las preferencias de los miembros del grupo ya que les protege frente al incumplimiento de la otra parte.
Cuanto más “intuitiva” sea la norma – cuanto más coincida con las preferencias individuales que podemos suponer a los miembros del grupo –, más fácilmente se extenderá y se convertirá en la norma social. “Al comerciante A, en principio, le es indiferente que B, C o D engañen a C, D, o F. Lo que le importa es que no le engañen a él. Coherentemente, a B no le importa lo que le pase a A, C o D siempre y cuando no le engañen a él. Una norma como la que resulta de la reputación – <<no contrates con nadie que haya engañado a cualquiera de los miembros del grupo>> o, lo que es lo mismo, <<no contrates con alguien que no tenga reputación>> debe resolver este problema de la indiferencia frente al engaño a los demás. La solución es unir las prohibiciones de engañar a cada uno bajo una norma que prohíba, con carácter general, engañar. Sólo una prohibición general de engañar es compatible con las preferencias de todos los comerciantes y, por lo tanto, puede convertirse en una norma del grupo y explotar los efectos de red”. Si A, B, C o D no pueden engañar a nadie, no pueden engañar a A, ergo, la norma “no engañes a nadie” es preferida por A y, a la vez, por B, C y D.
Así, normas que responden a las expectativas normativas de los miembros (a sus preferencias individuales), se extienden sin apenas necesidad de comunicación. Son las normas más complejas o elaboradas las que requieren de un “emprendedor” o un grupo de “emprendedores jurídicos” que, por obtener ventajas del cambio de reglas, tengan los incentivos para proponer una nueva regla y comunicarla al grupo. Cuando varias reglas de conducta compiten por convertirse en la “nueva” norma, los miembros del grupo decidirán cuál triunfa de acuerdo con sus preferencias individuales y, seguramente, de acuerdo con las expectativas que tengan respecto de cuál triunfará. De ahí que podamos predecir que las normas sociales responden, normalmente, a las preferencias individuales de los miembros del grupo o, al menos no son incompatibles con éstas. El que pretenda cambiar la norma se expone a revelarse como un cocontratante indigno de confianza – “de mala calidad” – En el ejemplo, el que pretendiera sustituir la regla <<no contrates con nadie que haya engañado a cualquiera de los miembros del grupo>> por la regla << no contrates con el que te ha engañado en el pasado>> se revelaría como un contratante de baja calidad, puesto que, si todos siguieran esa regla, no podrían confiar en que cumplirá con todos aquellos con los que todavía no ha contratado. ¿Por qué A iba a contratar con B si B aplica la segunda regla si A no ha contratado todavía con B y no tiene seguridad de que las ganancias que B obtendría de incumplir con A superan a los beneficios derivados de los futuros – por ahora solo potenciales – intercambios entre A y B?
La calidad de un cocontratante (si A puede esperar que B cumplirá) puede revelarse por señales emitidas por el contratante (A ha contratado con B en el pasado y B ha cumplido o B ha invertido en unas instalaciones que pierden su valor si A deja de contratar con él) o puede resultar de la vigencia de la norma – <<no contratarás con quien haya engañado a uno de los miembros del grupo>> –. En este segundo caso, el comerciante “hará bien en desconfiar de otro que haya engañado a algunos miembros del grupo siempre y cuando pueda estar seguro de que la norma está en vigor y se aplica por todos los miembros del grupo”. Porque, en caso contrario, – si los miembros del grupo siguen contratando con los incumplidores – no tendrían información acerca de la calidad de uno de los miembros concretos del grupo, es decir, puesto que se sigue contratando con los que han incumplido en el pasado, no hay certidumbre acerca de si incumplirá conmigo.
En presencia de una externalidad o, lo que es lo mismo, la producción de un bien público, la cooperación lo tiene mucho más difícil. Recuerden el caso de los faros de Coase. Ningún armador tiene incentivos para establecer una red de faros que reduzca los accidentes de los barcos porque soportará todo el coste de establecerla pero recibirá solo una parte de los beneficios, de los que se aprovechan los demás armadores cuyos barcos naveguen por la misma ruta. Recuérdese que el comercio trasatlántico fue un comercio monopolizado, precisamente, para inducir las inversiones necesarias en factorías, puertos y seguridad a lo largo de la ruta. Hay muchos estudios que indican que los bienes públicos pueden producirse espontáneamente, esto es, gracias a la cooperación entre los individuos. La cooperación puede generar normas eficientes – por ejemplo, la regulación de la pesca en un lago para evitar la tragedia de los bienes comunales – si la pertenencia a un grupo es relevante en el sentido de que hay beneficios asociados a la pertenencia al grupo. Si los ribereños del lago pueden impedir a otros individuos acceder al lago, será mucho más fácil que se acaben implantando reglas de conducta sobre la pesca en el lago aplicables a los ribereños que limitan la libertad individual en beneficio de todos.
En el extremo, el grupo creará una persona jurídica a la que atribuirá la propiedad de la pesca como los holandeses y los ingleses crearon sociedades anónimas para explotar el comercio transoceánico. Todo es mucho más sucio y violento de lo que se sugiere. En el ejemplo de la pesca en el lago, es probable que la estrategia cooperativa solo resulte de la previa matanza de los grupos rivales por el más poderoso de ellos quienes, después, establecen reglas de distribución de los derechos de pesca entre ellos. Esta evolución es mucho más plausible y más coherente con lo que sabemos acerca de la cooperación intragrupo y competencia con otros grupos. Además, obviamente, es necesario que la externalidad sea percibida (que la pesca en el lago disminuye rápidamente sin cooperación porque nadie tiene incentivos para restringir su propia pesca). De hecho, los desastres ecológicos que acaban con civilizaciones se deben a que las poblaciones no se percataron del problema).
Engert termina preguntándose de qué modo la reputación contribuye a que la gente desarrolle conductas que, en principio, le suponen costes, no beneficios tales como desarrollar actividades filantrópicas y afirma que podremos observar un elevado nivel de ese tipo de actividades en una sociedad si la persona que las realiza ve incrementada su “reputación general”, esto es, su consideración como un amigo apetecible; sus posibilidades en el mercado matrimonial y sus oportunidades, en general, en la vida económica, política y social. O la supervivencia de reglas que parecen sólo imponer costes a los miembros del grupo – la obligación de batirse en duelo para los miembros de una fraternidad universitaria alemana – donde la obligación permite generar reputación de miembros fieles del grupo porque sacrifican algo a cambio de la pertenencia (coste de entrada al grupo). Muy razonable y coincidente con los estudios sobre los grupos primitivos y sobre los intentos de explicar el comportamiento moral de los humanos.
La gran ventaja de una teoría reputacional de las normas la ve Engert en que explica la relevancia de la comunicación entre los miembros de un grupo en la génesis y evolución de las normas. Las normas resuelven el problema de la conducta que podemos esperar de los demás miembros del grupo – a falta de una racionalidad absoluta como guía – y la comunicación permite generar el conocimiento público y la adopción de aquella que, siendo compatible con las preferencias individuales, facilita la cooperación.

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